lunes, 3 de noviembre de 2008

Tierra fértil

En el galpón de La Chilinga, cuando la percusión invade los cuerpos de los bailarines, el ritual se despliega. Una veintena de personas baila y agradece a los dioses, mientras las congas marcan el ritmo de las raíces latinoamericanas.

Por Carolina Sánchez Iturbe

Todavía el reloj de arena no alcanza las nueve de la noche, y ya los fieles esperan en un amasijo de cuerpos agolpados. Ansias de dar un paso más. De, por fin, entrar al galpón de Ruiz Huidobro y Donado, en Saavedra, el corazón urbano de La Chilinga.
Sobre Huidobro, otros cuerpos intentan refrescarse blandiendo al aire, dibujando cerca de sus rostros, a modo de abanico, los folletos que invitan a próximas presentaciones de artistas y grupos de percusión y baile en el mismo espacio que, minutos pasadas las diez, abriría sus puertas para permitir que los corazones que aguardaban para ingresar se llenaran de coloridas notas musicales.
Afuera, el ambiente se espesa más con la llegada de un grupo numeroso de familiares y amigos; novias y novios; hijos y padres de hombres y mujeres que bailarán y ejecutarán, durante poco menos de tres horas, variados ritmos de percusión que bañan las costas uruguayas, cubanas, argentinas y brasileras, haciendo de estas tierras un crisol de arte y cultura.
Luego de escuchar una voz femenina danzante que llega desde el interior del galpón, los cuerpos se arriman cada vez más, haciendo que el telón de entrada permita el acceso a las primeras personas que se acomodan muy cerca de un escenario, con más forma de pista de baile que de tablado.
Hace más de diez años que se fundó La Chilinga. Como todo proyecto alternativo, el inicio fue lento, paulatino. Pero poco a poco, tomó forma, a tal punto que Daniel Buira, su creador, dejó los otros planes musicales en los que participaba para dedicarse casi por completo a los ritmos afroamericanos.
Lejos de tratarse de un grupo de percusión, La Chilinga es una escuela, en la que confluyen no sólo músicos sino también bailarines que, con su danza, le dan movimiento al rito que se desarrolla en varios galpones de la ciudad de Buenos Aires y también del interior de la provincia.

Junto al fogón
En el salón, ubicado en la zona norte de Capital Federal, la humedad se siente en las pieles pegajosas, brillosas de transpiración. El público lo celebra con vasos de cerveza. Luego, se ubica en semicírculo alrededor del lugar que oficia de escenario y de donde, como un fogón, proviene el calor.
Sobre una tela de lino blanco se proyecta una imagen acompañada de la leyenda “Orixás”. De no ser por los focos de colores que hay sobre la barra, ésta sería la única iluminación en el lugar.
Cuatro hombres ingresan al escenario tocando congas. Sus caderas se mueven al ritmo que sus manos imprimen sobre el cuero, acentuando los golpes y marcando el pulso de la melodía que interpretan. Después de caminar por el borde del escenario, se sientan a un costado, frente a unos micrófonos, y una pollera roja empieza a girar en el centro. Gira una y otra vez. La morena que baila, poseída, eleva los brazos y, con los ojos cerrados, sacude la cabeza. Su cuerpo parece haber perdido peso y levitar.
De repente la mujer cae de rodillas. La melodía, que se había detenido por completo, vuelve a empezar, integrando el sonido a agua que una cabasa despide a manos de un mulato. Ella se arrodilla y, como un tigre, avanza mirando fijamente a un fotógrafo, que acepta el juego y dispara tres veces.
El cuerpo de la morena vuelve a girar y su pollera roja enciende el centro de la escena. “Eeesaaaaa”, el público arenga a la bailarina para que no detenga su movimiento y aplaude cada uno de sus gestos.

Oda a los dioses negros
Ogún llega con su lanza en forma de atabaque al galpón de La Chilinga. Sobre el cuero de buey, dos manos negras se sacuden al compás del caxixi. Cinco mujeres enfundadas en minúsculas musculosas verdes, combinadas con polleras blancas, ingresan lentamente, pero a paso firme. Se acomodan en hilera en el centro del lugar y empiezan a danzar.
Las palmas de sus manos tocan el suelo y se elevan una y otra vez. Los músicos aceleran el ritmo de la percusión y ellas, extendiendo sus piernas hacia los costados, mueven el torso de sus cuerpos delgados con velocidad. La luz blanca las ilumina a las cinco, que ahora simulan llevar un arco y lanzar una flecha hacia el cielo.
Cuando se colocan en ronda parecen entrar en éxtasis y sus brazos empiezan a temblar levemente. Entre el público, dos chicos vestidos con camisas y pantalones de lino blanco recuerdan con sus collares de mostacillas verdes y negras a los bahianos que, a orillas del mar, realizan ofrendas a Iemanjá.
Después le toca el turno a Oxúm. Siete mujeres vestidas de un amarillo chillón dejan que la reina de la fertilidad se apropie de sus cuerpos y los sacuda al ritmo de la percusión.
Un muchacho, que con su boina blanca rememora a los músicos cubanos, dirige el abakuá que sus compañeros ejecutan. Las bailarinas se acomodan en semicírculo y, mientras tres de ellas se arrodillan, simulan tomar con sus manos agua de una fuente y refrescar sus rostros. Entre tanto, en el galpón el aire se hace denso y húmedo, ese líquido imaginario se convierte en un recurso bendito e irremplazable.
Minutos después del descanso que dejó a oscuras todo el lugar, una rubia diminuta baila sola en el escenario. A su alrededor, los músicos tocan enérgicamente un ritmo que hace pensar en África, en las mujeres de las tribus que, sentadas a cielo abierto, exhiben sus rostros maquillados con colores vibrantes a los fotógrafos que se acercan para retratarlas.
El pelo rubio le cubre el rostro a la muchacha. En la cabeza lleva una corona y el vestido beige y rosa permite comprender que se trata de la creadora, de Obatalá. Los movimientos son suaves. Su cuerpo se mueve con sensualidad hacia los costados, aunque imitando con las caderas los golpes secos que, cada cuatro tiempos, los músicos dan en los tambores.

Ese ritmo uruguayo
Los músicos se levantan de sus asientos y se acercan hasta el centro del escenario. Se suman a ellos otros artistas que hasta entonces no habían interpretado ninguna canción.
Un negro frunce el ceño y gesticula cada uno de los golpes que da contra la conga que lleva colgada de la cintura. Con los labios, siempre sonrientes, imita los sonidos que produce con sus manos, al tiempo que el resto de su cuerpo se sacude, bailando al ritmo de la música. Lo rodea un grupo de músicos que, todos con los ojos cerrados, toca un candombe que es festejado por el público y danzado por una veintena de bailarinas.
Las piernas de los percusionistas realizan pasos cortos, avanzando por el escenario y logrando que sus cuerpos se sacudan al mismo tiempo que el de las mujeres que, enfundadas en vestidos de colores llamativos y llenos de lentejuelas, bailan poseídas por el repique de los tambores.
Una muchacha delgada cierra los ojos y sacude sus manos, impulsando sus hombros y centrando los movimientos en la cintura, desde donde el resto del cuerpo adopta formas ondulantes, similares a las de una ola de mar que deja los últimos resabios de bruma en la arena.
Una señora de cabellos canos mira, agarrándose con firmeza del borde de una silla de plástico. Los ojos azules parpadean levemente, como intentando no perder un solo detalle de los movimientos que la cintura de la bailarina realiza.
Cuando termina la canción, la mujer canosa arroja su cuerpo delgado en el asiento que hasta entonces le servía de apoyo. Después, suspira.

Fin de ceremonia
Los músicos saludan y empiezan a tocar una nueva canción, las bailarinas realizan una reverencia y, en fila, danzan al ritmo de los tambores hasta salir del escenario. Los percusionistas las siguen. Aún cuando ya no es posible verlos, se sigue oyendo como las manos golpean los cueros y las voces de las mujeres festejan el fin triunfante de la presentación. El público, ahora de pie alrededor del fogón, se contagia y grita al tiempo que aplaude.
A pesar de que los artistas ya se retiraron del escenario, e incluso varios de ellos caminan con sus trajes por el galpón, dirigiéndose al baño o a buscar alguna bebida refrescante en la barra que está hacia la izquierda de la pista de baile, la gente sigue en el salón, mirando obnubilada hacia el lugar en el que, durante casi tres horas, se llevó a cabo la ceremonia.
Un nene corre por la sala. Se detiene junto a un hombre joven cuyos cabellos están peinados con rastas largas y lo obliga a abandonar el estado de trance.
-¿Querés una remera?-La voz aguda resuena en los oídos de quien la escucha. Con la mirada perdida, pero intentando dibujar una sonrisa, el muchacho rechaza, aunque agradeciendo, la oferta.
Después de que el nene se retira en busca de un nuevo comprador, el joven vuelve a dejar que su mirada se pierda en el escenario, en el suelo marrón como la arena de una playa brasileña. Mientras, sus manos siguen marcando el ritmo de un sonido que ahora sólo está en su imaginación, acomodándose en el deseo de agradecer a los orixás poder bailar junto al mar.

No hay comentarios:

Y sí seguís explorando? (si total, no nos vamos a dormir...)

Related Posts with Thumbnails